03/05/2022
Aproximadamente dos años atrás la mayoría de los y las intelectuales sostenían que los efectos de la pandemia del COVID-19 iban a transformar profundamente al mundo. Se hablaba por entonces de una revalorización de lo público y de la solidaridad, mientras las imágenes de las pantallas nos mostraban los aplausos en agradecimiento y homenaje al personal de la salud en distintas partes del planeta.
Nos ilusionamos con que un desastre de tal magnitud iba a dejar al descubierto este sistema económico desigual, así como la necesidad urgente de construir un orden global más justo, de salir en defensa del planeta –nuestra casa común– y de darle una oportunidad a nuestra propia humanidad y una mayor sensibilidad a la hora de construir lazos con nuestros hermanos de todas las latitudes.
Parecía evidente: por un lado, un problema global que nos amenazaba sin distinción de nacionalidad, origen, clase, identidad de género, orientación sexual o credo religioso, sólo podía enfrentarse exitosamente de manera coordinada y cooperativa entre todas las naciones; y, por el otro, las imágenes que mostraban la profunda desigualdad en que los seres humanos debíamos aislarnos –algunos en sus amplias casas con varios dispositivos para el teletrabajo y la educación virtual, mientras que millones no tenían nada–, ponían en primer plano una desigualdad intolerable.
Sin embargo, las bases de ese razonamiento eran incorrectas, y nada de esto ocurrió. Hoy el mundo se encuentra tanto o más desorganizado que antes de la pandemia -como dramáticamente demuestra la situación en Ucrania- y la desigualdad no ha parado de incrementarse. Lo que ocurrió en el mundo con las vacunas es una muestra del orden mundial que nos (des)organiza: mientras la tasa de vacunación, con al menos una dosis, en África está situada en torno al 20% de la población, en el mundo está casi en el 70%.
A su vez los efectos del cambio climático se hacen más notorios mientras las acciones de los países para enfrentarlo continúan siendo escasas. Estos incluyencrisis climáticas recurrentes, como inundaciones y sequias, con deslizamiento de tierras y grandes pérdidas humanas y económicas, debido a un sistema económico que sólo busca ganancia en el corto plazo, y no repara en las consecuencias sociales y ambientales inevitables.
¿Bipolar, unipolar, multipolar?
Los seres humanos nos acostumbramos a vivir en un mundo ordenado de manera “bipolar” desde el final de la Segunda Guerra Mundial; y de forma “unipolar” desde la decadencia y posterior desintegración de la Unión Soviética a mitad de los años ochenta. Ambos órdenes eran profundamente injustos y desiguales, y fueron desafiados durante décadas. Pero más allá de sus defectosestos órdenes mundiales proporcionaban las coordenadas en las que se entendía lo político, lo económico y lo ideológico. Hoy, por el contrario, todas esas coordenadas están en crisis, junto con el sistema “multilateral” que las sustentaba.
El orden unipolar que se instaló después de la caída de la Unión Soviética en 1989, con la hegemonía norteamericana y la ideología neoliberal, incluso fue considerado en su momento como el “fin de la historia”; ya que la democracia liberal y la economía capitalista se plantearon, desde los sectores de poder triunfantes, como incuestionables. El camino de la lucha por la transformación, nos decían, había llegado a su fin. Estados Unidos como la única superpotencia fue el centro y el gendarme de ese orden, que se aplicó para garantizar una globalización comercial y financiera plagada de paraísos fiscales y empresas que “deslocalizaban” su producción buscando pagar cada vez menores salarios. En este nuevo orden global los mismos estados-nación, especialmente los de los países periféricos, parecían condenados a la irrelevancia.
Sin embargo, este orden unipolar global empezó a enfrentar nuevos desafíos rápidamente, tanto desde la periferia como desde su mismo centro:
China, desafiando a todos los analistas, seguía creciendo y volviéndose más fuerte aprovechando las instituciones multilaterales que se habían consolidado con la llegada del neoliberalismo: el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, o la Organización Mundial de Comercio (OMC). Pasó de ser un actor externo, rechazado por esas instituciones; a ser hoy uno de sus actores más dinámico. En la actualidad, China se encuentra en una “guerra comercial” con Estados Unidos, que la pone en el centro de la escena internacional como el otro actor de peso que vuelve a tensar el tablero y, en paralelo al fortalecimiento de la Rusia de Putin, a poner en crisis la idea de un solo polo.
Pero no sólo fueron desafíos estatales y desde “la periferia” los que pusieron en cuestión el orden unipolar. También se produjeron cambios importantes en el corazón del sistema, que han contribuido a “desordenarlo”. Primero fueron los excesos del capitalismo financiero sin control, que condujeron a la crisis global de 2008 y actualmente la consolidación de un modelo económico que podemos llamar “tecno-financiero”. Bajo este modelo, sus actores más poderosos ponen en jaque a los propios poderes políticos centrales, que dejan de concentrar las capacidades de normar las relaciones del sistema.
En poco tiempo, hemos visto crecer un oligopolio mundial que detenta el diseño y la aplicación de tecnologías avanzadas. Se han intentado promover la coordinación y consolidación de reglas globales para regular el accionar de este sector (empresas de tecnología y redes sociales que, en conjunto con los medios masivos de comunicación, dirigen y manipulan la opinión pública). A pesar de que su accionar va contra derechos democráticos de las personas como la privacidad, la intimidad y la libertad de expresión, los resultados en este sentido siguen siendo muy escasos.
La carrera armamentística está pasando a ocupar un segundo o tercer lugar frente a la carrera tecnológica por el control y procesamiento de la “big data” y su aplicación en inteligencia artificial (IA). Se trata de una carrera donde se expresa de forma más tangible la competencia entre China y EEUU por el liderazgo mundial, pero no solo en términos estatales sino a nivel de los conglomerados empresariales.
Todas estas transformaciones económicas aumentaron aún más la desigualdad, incluso en aquellas naciones que se veían como las “ganadoras” de la globalización. Los sectores populares que históricamente habían apoyado a partidos socialdemócratas, buscaron nuevas formas para “rebelarse” frente a un orden que literalmente los dejaba afuera. El triunfo del Brexit en Gran Bretaña, y la victoria de Trump en EEUU mostraron que los cuestionamientos y desafíos a la globalización ya no eran exclusivamente planteados desde lugares críticos y desde la periferia, sino que se trasladaban ahora a la derecha neoconservadora y al corazón del sistema.
En este mundo profundamente desordenado se produjo la pandemia y terminó por desordenarlo aún más. No sólo no hubo esfuerzos globales, ni siquiera regionales, por enfrentarla, sino que fueron esos estados-nación (supuestamente condenados a desaparecer en el orden global) los que tuvieron que cerrar sus fronteras y hacerse cargo de todo. Hoy lo que se puede ver en el plano global es un desorden en el que se mezclan dolorosos conflictos que parecen remakes de la guerra fría (Ucrania), con otras que evidencian la impotencia estadounidense para frenar el ascenso económico chino. Mientras tanto, en lo económico conviven los gigantes tecno-financieros globalizados con los intentos de los estados de volver a tener las empresas (y sus fuentes de trabajo) en sus propios territorios nacionales.
¿Podemos imaginar un futuro?
Antonio Gramsci sostuvo que la crisis de hegemonía es la que se da en el momento en el que “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no concluye de nacer”. Esto es lo que parece estar ocurriendo en el planeta: el viejo orden unipolar no termina de desaparecer, y nada nuevo ha surgido hasta ahora en su reemplazo. Por esto, mientras algunas instituciones del orden anterior se debilitan, como la ONU o la OEA; otras se fortalecen, como el FMI y la OMC. A su vez los estados nación siguen limitados por la globalización, pero al mismo tiempo se ven forzados por sus pueblos a ponerle límites.
En este des-orden no aparecen elementos que permitan vislumbrar un nuevo ordenamiento global pero así algunas acciones que deberían ser parte de una agenda para imaginar un futuro distinto:
1) Ponerles límites a los avances del capitalismo tecno-financiero globalizado. Por ejemplo, fijando tasas mínimas impositivas más altas para las empresas, y penalizando el uso de las redes sobre los derechos democráticos de los pueblos.
2) Una campaña de vacunación global que logre que los porcentajes de población vacunada contra el COVID sean similares en TODO el mundo. Esto no es solo un tema de justicia y equidad planetaria, sino también de pura inteligencia: mientras grandes sectores de la población mundial no estén inmunizados, las nuevas cepas del virus seguirán asolando al globo.
3) Impulsar medidas concretas que frenen la catástrofe ambiental, sin penalizar a las naciones que no hemos sido las causantes de ella: La justicia ambiental requiere justicia financiera global. Sin financiamiento sostenible no habrá desarrollo sostenible.
Estas tres grandes cuestiones, sumadas a la denuncia por el trato brutal e inhumano que sufren las personas migrantes en todo el mundo desarrollado, que vienen siendo planteadas con fuerza y firmeza por el Papa Francisco, y constituyen el núcleo de una mirada distinta que ofrezca sentar las bases de un nuevo orden global, más justo y más humano. Es difícil pero no imposible. Y,sobre todo, es lo que corresponde.
Juan Abal Medina es Doctor en Ciencia Política (FLACSO México en asociación con Georgetown University) y Licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires. Es Profesor Titular Regular de Sistemas Políticos Comparados y Ciencia Política de la UBA. Investigador Independiente del CONICET y de la UBA, con categoría I. Publicó decenas de libros y artículos en las principales revistas científicas de su especialidad.
Fue Senador Nacional, Jefe de Gabinete de Ministros, Embajador, Secretario de Gestión Pública y Jefe de Gabinete de Asesores de la Secretaria General de la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR) entre otros cargos institucionales.
Marina Cardelli se desempeña en la actualidad como Subsecretaria de Asuntos Nacionales del Ministerio de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto de la República Argentina (MRECIC). En este mismo Ministerio presidió la Comisión Cascos Blancos. Es graduada en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde desarrolla tareas docentes y de investigación. También es docente de la Universidad de San Martin (UNSAM) y de la Universidad Nacional de las Artes (UNA).
Para recibir información sobre todas nuestras actividades: cursos, charlas, seminarios, exposiciones y más