02/09/2020

Asumir la existencia de una comunidad

 

La historia bíblica de José el soñador nos habla de la existencia de un pueblo que planifica colectivamente su futuro. El hecho de que José interpretara el sueño del Faraón como el advenimiento de siete años de bonanza y luego otros siete de malas cosechas le permite al pueblo egipcio ahorrar (acumular) en los siete años buenos para poder subsistir durante los siete años malos. Si bien no es el objetivo de la historia, lo que existe como presupuesto de la misma es la existencia de una comunidad, una preocupación y planificación por el futuro del conjunto de los congéneres.

La cuarentena (herramienta muy antigua) pudo llevarse a cabo en distintos momentos históricos con esa lógica, incluso en sociedades mucho más pobres que las nuestras. Ante la aparición de un virus desconocido, se detenían todos los movimientos hasta conocer más y se vivía de lo que se había acumulado colectivamente... ¿Qué pasó esta vez?

No podemos decir que la humanidad no haya acumulado suficiente riqueza para poder protegerse unos meses (incluso un año), ganando tiempo para averiguar más acerca de los niveles de letalidad del virus, las secuelas que deja en los contagiados y para avanzar en la consecución de una vacuna o la mejora en los tratamientos. Jamás hubo tanta acumulación de riqueza y capacidad de producción como hoy. Jamás tampoco la ciencia tuvo la capacidad de avanzar con tanta rapidez. La posibilidad, entonces, era más viable que nunca.

Algunas sociedades amagaron con un primer intento de cuidado, pero duró poco. Hubo países que jamás siquiera lo intentaron (el Brasil de Bolsonaro, de alguna manera también los Estados Unidos de Trump, entre otros) y aperturas en medio de rebrotes (España, Reino Unido) o liberalizaciones en contexto de pico de contagios como las que podemos observar en Argentina. Han sido muy pocas las sociedades dispuestas a cuidar a su población distribuyendo algo de lo acumulado, entre las que destacan varias comunidades de Oriente o sociedades cuyo diseño social ha sido más cooperativo como Australia, Nueva Zelanda o Noruega.

A esta altura podemos decir que la decisión mayoritaria (pese al reproche inicial a Trump o Bolsonaro) ha sido justamente la de Trump y Bolsonaro: se consideró que cuidar a la población resultaba muy caro y por lo tanto se fueron abandonando las políticas de cuidado, en algunos casos apenas confiando en fortalecer la aparatología del sistema de salud (muy notorio por ejemplo en el caso argentino) y en otros ni siquiera eso.

Lo sorprendente no solo es la cuestionable decisión de los gobiernos acerca de la inconveniencia de medidas preventivas, sino la convicción general acerca de la imposibilidad de tocar la riqueza más concentrada como requisito necesario para desarrollar políticas que permitieran cuidar a toda la comunidad y la percepción de que nuestros hábitos no pueden ser modificados ni siquiera ante el riesgo de muerte o ante la posible exposición a un virus todavía desconocido y para el cual no existen vacunas ni tratamientos exitosos y cuyas secuelas desconocemos.

Ello se ha conjugado con conductas de negación y de proyección (sobre cuyo riesgo advertíamos ya en el mes de marzo) como las visitas innecesarias a familiares, las reuniones sociales, la organización de fiestas en la vía pública o la visita clandestina a lugares cerrados como bares, restaurantes o discotecas, ante la incredulidad y dolor del personal hospitalario que se inmola día a día cuidando a los enfermos y poniendo sus muertos ante la grave exposición al virus, en una situación de profundo stress de todo el sistema de salud. También el intento de arrojar la responsabilidad siempre a otros, sea los habitantes de barrios vulnerados, los inmigrantes, los dirigentes políticos o los comunicadores, dificultando observar nuestras propias actitudes de irresponsabilidad.

El rol de numerosas disciplinas ha sido también triste, desde algunos psicólogos planteando que el encierro podía generar consecuencias psíquicas más graves que la pandemia y autorizando las violaciones de las normas de cooperación hasta numerosos economistas asumiendo la imposibilidad de la detención del flujo de la producción no esencial para la subsistencia como si el aumento de la pobreza fuera una variable de la naturaleza y no una decisión sobre los modos de distribución de los bienes humanos.

En toda época histórica existieron diferencias sociales (incluso extremas) pero el concepto de comunidad presente en la historia bíblica de José y el Faraón implicaba que en tiempos de crisis, una parte de los bienes acumulados podían servir para sobrevivir "los años malos" y que nuestras conductas debían modificarse para intentar lidiar colectivamente de un modo más eficaz con las tragedias.

Es de esperar que cuando el coronavirus sea historia porque haya aparecido una vacuna o tratamientos exitosos, habrán sido varios millones los muertos (ya hay casi 900.000 confirmados en una situación de subregistro, muchos más que los muertos anuales por influenza, lo cual da por tierra con las minimizaciones que trataban a este virus como una gripe).

Pero habrá una consecuencia más grave que los millones de muertos. Estamos aprendiendo con tristeza que muchos humanos ya no consideran que viven en una comunidad.

Cuando José nos vino a contar que el año 2020 sería un año malo, muchos optaron por ignorarlo, gritarle que mentía, denigrarlo en las redes sociales, sostener que la pandemia era un invento. Muchos decidieron violar toda posible cooperación, insistir en que compartir la riqueza era imposible y que había que aceptar que murieran los que tuvieran que morir porque "siempre muere gente” y “así es la vida”, incluso sabiendo que esos muertos podían ser los propios familiares.

Quisiera creer, pese a todo, que todavía somos bastantes los que pensamos que vale la pena vivir en una comunidad que está dispuesta a cambiar sus hábitos para cuidar el bienestar de todos sus miembros y a compartir lo que tiene para poder subsistir en las épocas de vacas flacas.

 

Daniel Feierstein es sociólogo, Director del Centro de Estudios sobre Genocidio. Asimismo fue Director de la Maestría en Diversidad Cultural, ambos en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Fue presidente de la Asociación Internacional de Investigadores sobre Genocidio, Juez del Tribunal Permanente de los Pueblos y Consultor de Naciones Unidas.

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