09/04/2020

POR LA VUELTA

Prácticamente desde el inicio de la pandemia, y con todas las advertencias propias del uso del método comparativo, vengo comparando la actual catástrofe con la Segunda Guerra Mundial. Hubo quienes pensaron que exageraba, pero ahora veo que la misma analogía ha sido formulada por la Primera Ministra de Alemania, al tiempo que su par italiano ha hablado de la situación de la postguerra. Obviamente, nuestro punto de vista no se refería tanto al daño humano -las escalas son incomparables- sino a las consecuencias políticas, ideológicas, económicas y aun culturales de ambos episodios. Por de pronto, en ambos casos el mercado debió hacerse a un lado y dejar el protagonismo en manos del Estado. Veamos como ocurrieron las cosas a mediados del siglo XX.

Ya en 1926, John Keynes había mencionado El Fin del Laissez Faire. Por cierto, no lo había hecho por afinidades con el Socialismo de Estado, sino desde la óptica natural de un liberal progresista. La Gran crisis de 1929/30 y sus secuelas confirmaron el anticipo y terminaron colocando a las tesis del propio Keynes en el centro de la escena. Naturalmente, junto con la fenomenal experiencia del New Deal de Roosevelt, cuya conjunción de Estado y políticas sociales, como dijera Hobsbawn, significó una suerte de “nunca más” y funcionó por un largo trecho histórico. Con la Guerra, esta tendencia dio un “gran salto adelante”, respaldada por la convicción de que la contienda era manifestación de una crisis civilizatoria profunda que no terminaría con el silencio de las armas. Ya en 1941, el británico Richard Tawney procuraba explicar a sus conciudadanos las razones por las cuales luchaban: “suponer que nuestra victoria saldará las cuestiones es engañarnos a nosotros mismos. La crisis a la que se enfrenta el mundo no es un mero interludio del que pueda él retornar lanzando un suspiro de alivio al caer la última bomba. Forma parte de un proceso de descomposición que viene operando desde hace tiempo bajo la superficie y que, de no contenerse, proseguirá lo mismo en la paz que durante la guerra”.

Estado, planificación y acción social fueron claves para la derrota del Eje e informaron a las agendas postbélicas.  Lo único que en cierto modo pesaba en su contra era su reivindicación por regímenes totalitarios; de ahí la importancia de las tesis de Karl Mannheim -también él convencido que se enfrentaba a una gran crisis civilizatoria-, argumentando a favor de las virtudes de la planificación democrática, una alternativa tercerista entre el laissez faire y el colectivismo. Sin ser directa inspiración del sociólogo alemán, semejante fue el sentido de la planificación indicativa puesta en práctica en Francia desde fines de la contienda.

Para completar esta breve pintura de espíritu de la época, parece oportuno recordar los términos en que se expresaba otro destacado exponente de la tradición liberal progresista en un texto escrito durante la guerra: “El problema de la justicia social, a cuya respuesta el primitivo liberalismo era extraño y hostil, pasa a primer plano como problema de concreta realización de la libertad. Toma el lugar del anti estatalismo, conforme a la general orientación democrática de la vida política, una tendencia opuesta, partidaria de la intervención del Estado en la lucha social con el fin de realizar lo más posible una igualdad de condiciones y oportunidades”. [1] En definitiva, esa Razón, cuyo papel era reclamado por tantos contemporáneos, sería la que dictaría el Consenso de Postguerra articulado en torno de la idea de economía mixta y Estado de Bienestar; síntesis de un “nuevo capitalismo” y una nueva forma de organización de la convivencia social que muchos creyeron irreversible.

Sin embargo, el camino regresivo comenzó a recorrerse a partir de la segunda mitad de los años setenta poniendo fin a la “retirada táctica del capital”. Desde la cátedra de Chicago Milton Friedman dio nuevos tonos a antiguos credos y organizó a una legión de jóvenes predicadores empeñados en difundirlos; poco después los “primos” anglosajones diseñaron las consignas: él responsabilizó al Estado de todas las calamidades y ella afirmó que no existía la sociedad; conceptos suficientemente simples como para que fueran replicados por una cantidad de publicistas menores.

El “efecto dominó” en Europa Oriental, el derrumbe del célebre muro y por fin de la propia Casa Central, junto con los inesperados rumbos de China, sonaron a música en los oídos neoliberales y fortalecieron una tendencia que ya era irrefrenable; casi en paralelo, un pequeño grupo de expertos “iluminados” reunidos en la capital de la superpotencia victoriosa establecían el código de conducta del “buen gobierno”. Privatizaciones, desregulaciones, desreglamentaciones llevarían todo el poder y la riqueza a las arcas de bancos y grandes corporaciones. De bienestar casi nada y el Estado convertido en un ente timorato que en nombre de la disciplina fiscal recortaría gastos en salud, educación, vivienda, protección ambiental, ciencia básica y desarrollo tecnológico. Así las cosas, cuando llegó la catástrofe, ahora bajo la forma de una pandemia.

Como era previsible, pronto abundaron interpretaciones y ejercicios prospectivos. Análisis fundados en saberes complejos junto a comentarios de “amateurs”. Por nuestra parte, nos inclinamos a valernos de una figura utilizada en ocasión de la crisis del año 2008: la de los círculos concéntricos generados por el impacto de  un objeto contundente sobre un espejo de agua. Cada círculo correspondería a una esfera de la realidad: la marcha de la economía, la vida social, el universo de las ideas, el orden mundial. Por de pronto, tenemos evidencias de algunas reacciones. El capital se defiende: la economía por sobre la vida; los contertulios anuales de la ciudad Suiza atentos a las ganancias de bancos y corporaciones; decenas de consultores y escribas de diarios financieros, haciendo pronósticos sobre la recuperación de los negocios. Hubo mayor sensibilidad en la letra del último comunicado del G20. Razonables menciones a la cooperación, la acción coordinada y las instancias multilaterales, pero nada demasiado audaz -tal vez con la excepción del Pacto de Solidaridad Global propuesto por Argentina- y, sobre todo, nada que indique la aspiración a edificar un futuro diferente a la situación del mundo antes de la llegada de la peste

Sin embargo, en la experiencia dolorosa pueden incubarse otros futuros posibles. El más probable, el retroceso del fundamentalismo de mercado y su sustento individualista, la rehabilitación de un Estado activo con capacidad de regulación y control, una economía mixta y el retorno al centro de la escena de la idea de bienestar -no ya en el plano de la unidad política individual, sino con proyecciones globales, construyendo cadenas globales de bienestar-. El Consenso de la Segunda Postguerra del siglo XX fortaleció la institucionalidad democrática y, en su mejor versión, introdujo a través de la cooperación internacional un componente de solidaridad hacia países y regiones postergadas. El Consenso Post Pandemia le agregaría a esas, otras potencialidades, entre ellas, devolver vitalidad a la política y, sobre todo, permitir que hagan camino nuevas ideas sobre la organización de la vida social, incluidas las que desde tiempo atrás vienen intentando definir, en términos de políticas concretas, el concepto de Bien Común. Tal vez renovadas y no tergiversadas expresiones de terceros rumbos.

 

Josè Paradiso es sociólogo, Director de la maestría en Integración Latinoamericana y coordinador académico de la maestría en Sociología Política Internacional de la UNTREF.

 


[1] Guido de Ruggiero, El Retorno de la Razón. Paidós, Buenos Aires, 1949

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