01/03/2023
El Salvador plantea un serio desafío a las democracias y al constitucionalismo Latinoamericano: Combatir la inseguridad utilizando políticas draconianas que lejos están de ser representativas de un genuino estado de derecho. Sin embargo, hasta la fecha, los resultados en términos de criminalidad han sido impresionantes. Para ponerlo en términos sencillos: El Salvador logró reducir el crimen significativamente violando el espíritu del estado de derecho.
Este pequeño país centroamericano de seis millones y medio de habitantes ha encarcelado desde marzo 2022 hasta hoy 65.000 jóvenes bajo la figura del régimen de excepción, la mayoría pertenecientes a las pandillas de ese país. Estos detenidos se suman a los 40.000 presos que ya alojaban los establecimientos penitenciarios de ese país. En total, los 105,000 detenidos son abrumadoramente jóvenes varones menores de 35 años. No solamente El Salvador tiene la tasa más alta de encarcelamiento del mundo (más de 1500 detenidos por cada 100,000 habitantes), sino que 1 de cada 10 varones entre los 16 y 35 años está hoy tras las rejas.
En paralelo, los homicidios se han desplomado. Mientras que en el año 2018 El Salvador tenía una de las mayores tasas de homicidio en la región (51 homicidios por cada 100,000 habitantes), en 2022 registró una tasa oficial de 7,8 por cada 100,000 habitantes, algo superior a la de Argentina y Chile, pero inferior a la de Uruguay y Costa Rica. La fenomenal caída obedece a este encarcelamiento masivo de “mareros” que además produjo una drástica reducción de otros delitos como la extorsión, muy diseminada en ese país.
Para afrontar tal nivel de encarcelamiento, se construyó una de las cárceles más grandes del planeta con capacidad para alojar 40.000 personas. Por los medios y las redes sociales circulan fotografías y videos de jóvenes encadenados y agrupados con el torso descubierto. Es probable que el objetivo de las autoridades sea el de exhibir disciplina y tatuajes que identifiquen a esos detenidos como miembros de uno de los grupos. Sin embargo, poco se sabe cómo se administran cárceles tan grandes y si lograrán evitar sucumbir con el tiempo en espacios de corrupción y focos de criminalidad. No conozco ninguna cárcel que contenga decenas de miles de cupos. Las más grandes de Latinoamérica (el Reclusorio Norte y el Reclusorio Este de la ciudad de México) tienen más de 12.000 internos y son de muy difícil gobierno, con focos de alta criminalidad ejercida por bandas internas. La moneda está en el aire.
Este encarcelamiento sin precedentes en la región tiene varias aristas a dilucidar: Un primer factor es el costo que acarrea para un país chico como El Salvador solventar tanto encierro. Aunque no se dispone de datos oficiales, si estimamos un costo mínimo por preso de 5.000 dólares al año (incluyendo salarios de personal penitenciario y manutención de privados de su libertad) el país va a requerir al menos 525 millones de dólares anuales, o sea casi 2.5% de su PBI para financiarlo, una cifra exorbitante y tal vez insostenible en el tiempo. Lo más probable es que las familias terminen manteniendo a sus seres queridos encerrados, y generando una larga lista de problemas futuros (entre ellos delitos fuera de la cárcel, mercados ilícitos dentro de la misma, corrupción del personal penitenciario, entre otras).
Otro factor fundamental es que la gran mayoría de los encarcelados no solo no tienen condena sino tampoco acusación formal por la comisión de delitos específicos. El régimen de excepción habilita a las autoridades a detener y perseguir personas con dudosas pruebas y sin claras garantías del debido proceso. En resumen, no se sabe cuántas personas detenidas realmente cometieron delitos, y aquellas que ameritan encierro. Más aún, tampoco se sabe cómo se van a procesar tantos casos dentro de un sistema de justicia penal extremadamente débil. En resumen, se ha encarcelado indiscriminadamente, probablemente deteniendo a jóvenes con tatuajes que habitan los barrios marginales del país sin una clara hoja de ruta. El solo objetivo parece ser encerrarlos.
Otro fenómeno a observar es la propagación de estas medidas altamente represivas. El rotundo éxito en la disminución de la actividad delictiva en El Salvador comienza a ser observado favorablemente en la región. Varios políticos que buscan ganar elecciones proponen medidas de mano dura para reducir el delito en el tenor del país centroamericano. Sin embargo, es casi imposible en países sudamericanos que semejante violación de derechos pueda llevarse a cabo. Asimismo, la fácil identificación de “mareros” a través de sus tatuajes no es aplicable como método de identificación de “posibles sospechosos” en otros países. Estos y otros factores hacen casi imposible replicar el encierro masivo que se lleva a cabo en El Salvador.
Una importante variable a observar será la respuesta de los países vecinos, especialmente EEUU, a semejantes medidas represivas. Más allá de alguna queja formal cuestionando la violación de derechos, habrá que seguir de cerca la reacción del vecino del norte que tiene claros intereses en El Salvador: Para reducir el incesante flujo de migrantes ilegales desde Centro América, EEUU está muy interesada en reducir el delito y la violencia en esos países. Habrá que ver si ese interés lleva a los políticos norteamericano a “tolerar” la violación de derechos en post de intereses particularistas.
La pregunta más importante es ¿Cómo llegó Nayib Bukele a poder ejecutar esta política? La respuesta simple es el gran apoyo popular recibido. Hoy el presidente salvadoreño goza de más de 80% de aprobación, la más alta de cualquier político Latinoamericano. Su reelección está prácticamente asegurada y probablemente también las futuras reformas constitucionales para seguir en el poder. Basta recorrer las redes sociales para ver el entusiasmo que exhiben los salvadoreños en apoyo a esta política. Se trasluce entre ellos una suerte de sentimiento de retribución indiscriminado hacia jóvenes de barriadas marginales y pandilleros, donde seguramente inciden otros factores étnicos y de clase. Es indudable que la abrumadora mayoría de los habitantes de El Salvador no tiene ningún problema en que se violen garantías y derechos con el objeto de reducir la inseguridad.
El dilema acerca de cómo se sale del régimen de excepción todavía no se ha planteado seriamente. Quizás los salvadoreños aspiren a eternizar tal régimen, socavando los fundamentos de una república democrática de derecho. O tal vez el país se termine pacificando y este encierro masivo no deje secuelas profundas. Sin embargo, esto último parece improbable, especialmente en un país que ha sufrido guerras civiles y altos niveles de violencia. La pregunta que nos debemos hacer es si estamos frente al final de un camino donde el estado controla la criminalidad, o este gran encarcelamiento siembra las semillas de un reacción violenta dentro de 5 o 10 años. Si este encierro es acaso sostenible en el tiempo o se desarrollarán políticas sociales que pacifiquen al país cuando tarde o temprano los “mareros” regresen a sus comunidades.
La conclusión lógica es que la alta criminalidad es corrosiva. El Salvador y varios otros países de la región han soportado por años graves problemas de inseguridad, con muertes, secuestros y extorsiones por doquier. Estos escenarios de alta criminalidad en donde los medios tradicionales de disuasión socavan frente a la amenaza delictiva son extremadamente peligrosos también para la salud republicana. En el largo plazo suelen generar ciclos de gran criminalidad recurrentes y de muy difícil pacificación. La solución más conducente es evitar que se consoliden estos equilibrios de alta criminalidad ya que es muy difícil volver de ellos.
La lección que debe tomar América Latina es que vastos sectores sociales no soportan tasas de criminalidad muy altas, y que en casos extremos una proporción importante de la población que se siente frustrada está dispuesta a prescindir de un estado de derecho si la violencia es rampante. La conclusión lógica para los demócratas de la región, tanto de izquierda como de derecha, es que altas tasas de impunidad y el desarrollo de entornos de gran criminalidad pueden deslegitimar los cimientos del estado de derecho.
Marcelo Bergman es Director del Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
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