09/01/2023
La irrupción de las hordas bolsonaristas en la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia y el asalto a las sedes de la presidencia, del Congreso y del Supremo Tribunal Federal (STF) afectó la tranquilidad dominical de la Capital Federal y como reguero de pólvora se extendió tanto por el interior de Brasil como por buena parte del mundo. Si bien la mayoría de la opinión pública tanto nacional como internacional se mostraba asombrada frente a tamaño intento desestabilizador, dentro del país los sectores mejor informados lo tenían como algo posible. Esto era así especialmente desde el 3 de enero, y más tras haberse desactivado un potencial atentado con bomba contra el aeropuerto de Brasilia.
Por eso, resulta algo inexplicable la falta de previsión del Gobierno ante una serie de acontecimientos, que podían haber sido, como finalmente terminó ocurriendo, de una extrema gravedad. Por no existir ni siquiera se había contemplado la formación de un potencial gabinete de crisis. Sin embargo, más allá de los momentos iniciales marcados por el desconcierto y la improvisación, la reacción fue la adecuada y rápidamente se vieron sus primeros frutos. El ministro de Justicia Flávio Dino enseguida se puso al frente del dispositivo para recuperar el control de la situación, con una actuación medida y enérgica que contrastó con las dudas mantenidas en las jornadas previas por su colega de Defensa.
De forma casi inmediata se comenzó a comparar lo ocurrido con la frustrada ocupación del Capitolio en Washington el 6 de enero de 2021. Y si bien hay grandes semejanzas entre ambos acontecimientos, marcadas por la larga mano de Steve Bannon, también hay importantes diferencias, comenzando por el hecho de que Lula ya era un presidente en ejercicio cuando tuvieron lugar los intentos desestabilizadores. En este sentido, intentar captar la atención militar para desalojarlo es mucho más complicado que si la asonada se hubiera producido antes de final del año pasado.
Otro hecho importante fue la inacción de sectores de la Policía Militar (como también de no pocos integrantes de las Fuerzas Armadas, tanto en retiro como en activo) con los manifestantes. Incluso algunos exhibieron frente a ellos una cierta simpatía y proximidad. Los efectivos dispuestos para intervenir en el supuesto de graves altercados contra el orden público eran claramente insuficientes y sin la respuesta pasiva de los uniformados la irrupción de los bolsonaristas en edificios emblemáticos de la Capital hubiera sido prácticamente imposible. A ello se unió la complicidad de las altas autoridades estaduales de Brasilia, responsables del mantenimiento de la seguridad ante quienes buscaban desestabilizar el sistema.
Si la ocupación de las sedes de los tres poderes tuvo el objetivo de debilitar a Lula da Silva, probablemente termine ocurriendo todo lo contrario. La respuesta casi unánime del sistema político brasileño, comenzando por los poderes del Estado, los partidos políticos y sus principales dirigentes, pero también de la prensa y de la sociedad civil, ha sido contundente. No solo con las alusiones de golpistas y terroristas dirigidas contra los manifestantes, sino también por las peticiones de ir hasta el fondo en las investigaciones contra los participantes, los instigadores y los financiadores del movimiento.
Sería deseable que quien se viera reforzada sea la vertiente más pragmática del Gobierno de Lula. Si algo demostraron los sucesos del domingo es que la tarea de normalizar la vida política brasileña será ardua y que tamaño objetivo no se podrá lograr apelando únicamente a los militantes más radicalizados.
Al mismo tiempo, la gravedad de lo ocurrido puede funcionar como un boomerang en contra del bolsonarismo. Las imágenes de los destrozos contra parte del patrimonio histórico y cultural del pueblo brasileño no es en ninguna circunstancia una carta de presentación recomendable. No solo eso, la seriedad de lo ocurrido ha llevado a algunos antiguos aliados del expresidente Bolsonaro y a otros potenciales compañeros de ruta a darle la espalda al antiguo capitán del Ejército y gran defensor de las teorías conspirativas de Donald Trump.
En este contexto, lo deseable sería un rápido desenlace de la asonada dominical, como si se hubiera tratado de una mala pesadilla o de un ensayo tempranero de los próximos carnavales. Pero no hay que llamarse a engaño. Las raíces del bolsonarismo han demostrado ser sumamente sólidas, por lo que no es descartable la emergencia de nuevos brotes de descontento. Ante eso se agradecería una actitud más vigilante del Estado brasileño, del Gobierno de Lula y de los servicios de inteligencia. En definitiva, es la democracia del Brasil la que está en juego.
Texto originalmente publicado en El Periódico (España)
Carlos Malamud es Catedrático emérito de la UNED e investigador principal para América Latina del Real Instituto Elcano
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